¿Europa,
sacudida por el fenómeno migratorio, se "suicida" o es
"asesinada"? A principios del siglo XX el historiador ruso
afrancesado Mijail Rostovtzeff y el francés André Piganiol discutían sobre la
caída de Roma. El primero acentuaba las causas internas y defendía "el
suicidio de Roma", mientras que el segundo rescataba en cambio la presión
externa de los bárbaros y concluía que "Roma había sido asesinada".
Los
historiadores coinciden en que, a partir del siglo I, Roma soportó presiones de
los pueblos externos que se acercaban temerosamente. Este movimiento fue
primero esporádico, luego periódico, hasta convertirse en permanente y romper
las fronteras. La penetración en el imperio fue primero pacífica, para
convertirse luego en una invasión violenta. Las crónicas demuestran que estos
pueblos no pretendían destruir a Roma, sino vivir a costa de ella. Este
fenómeno se fue repitiendo a través de la historia, que bien podría ser
analizada desde la perspectiva de las corrientes migratorias, que nunca fueron
bien recibidas, sino consideradas bárbaras, como hoy se denomina a lo
desconocido.
Como
consecuencia de estas invasiones -hoy llamadas migraciones- podríamos afirmar
que Roma no desapareció, sino que, gracias a la Iglesia, fue asumida y
revitalizada por una nueva cultura: la Cristiandad, que los modernos llamaron,
quizá con poca coherencia, Edad Media.
Si es cierto,
como sostenía Cicerón, que la historia es "maestra de la vida" y la
experiencia de los antepasados debe servirnos para aprender, estos datos ayudan
a comprender el fenómeno migratorio que ha sacudido a Europa.
También ahora
la presión de los pueblos africanos y asiáticos sobre Europa (la herencia
político-cultural de Roma) comenzó siendo esporádica y fue creciendo motivada
por la hambruna, las guerras y la descomposición política de las comunidades
originarias. Marroquíes, argelinos, bengalíes, paquistaníes ingresaron
pacíficamente en Europa después del proceso de descolonización. Les siguieron
pueblos africanos, en tiempos de las sequías del Sahel y las guerras civiles y
religiosas en la región. Y últimamente, una ola masiva procedente de Libia y de
Siria sacudió al mundo y parece cada vez más incontenible.
Las elites
europeas no encuentran cómo proceder ante este fenómeno que las supera y en el
que se entremezclan cuestiones económicas, políticas, religiosas y aun
raciales. Este fracaso de las elites dirigentes y la pérdida de confianza en
ellas conduce a la tesis de Clausewitz sobre la derrota basada en la pérdida de
la voluntad de defenderse o, como diría Toynbee, en la incapacidad de las
elites de reaccionar frente al agravamiento del reto migratorio.
Sin embargo,
la historia advierte sobre los riesgos de aceptar estas tesis pesimistas y
propone respuestas diferentes. Aparecen dos caminos: la violencia propia de los
temores ante aquello que nos supera y la aceptación de la incorporación
pacífica de los inmigrantes (refugiados) al continente europeo. Los romanos
experimentaron ambas opciones.
El intento
militar de detener a los bárbaros fracasó en el año 405, cuando se
"desparramaron cual ola de aceite" por los confines del imperio. En
cuanto a su integración, el primer paso fue el foedus (tratado) firmado por el
emperador Teodosio a finales del siglo IV, aceptándolos como hospes dentro de
los limes del imperio, fijándoles las condiciones (hospedaje). El intento
fracasó cuando sus sucesores no cumplieron lo estipulado y se reiniciaron las
luchas armadas, con bárbaros que se habían incorporado a Roma como tropas
auxiliares y habían aprendido las artes militares, conjugadas ahora con las
propias.
El fracaso de
la acción armada implicó que los bárbaros se asentaran desordenadamente,
destruyendo las estructuras políticas vigentes. Pero como la sociedad busca
superar el caos y generar un nuevo orden, el Imperio Romano desarticulado se
fue reordenando a través de reinos transitorios en otro (o el mismo) imperio.
En esto cumplieron un papel fundamental las elites intelectuales romanas, que
trasmitieron el modelo; la estructura burocrática, que garantizó el
funcionamiento del aparato estatal, y la Iglesia, que aportó la creencia que
sirvió de basamento integrador. Fue fundamental el papel de la Iglesia, que
integró a los nuevos pueblos y supo evangelizarlos, incorporándolos a la
cultura romano-cristiana y salvando de este modo las raíces greco-romanas de
nuestra cultura.
La historia
demostró que Roma no murió, sino que se transformó en otra cosa, como señala
magistralmente el inglés Reginald Barrow. Hoy la historia se repite; se
avecinan tiempos caóticos y la presión migratoria amenaza acentuarse. Frente a
estos hechos, no se trata discutir teorías enfrentadas con la realidad, como el
fin de la historia de Fukuyama o las amenazantes guerras de civilizaciones -en
el sentido de Toynbee- que predijo Huntington. De la historia debemos aprender
la lección. Resulta imprescindible entonces comenzar a construir un futuro
viable que implique integrar a los inmigrantes, no sólo económica o
laboralmente, sino cultural y espiritualmente, a la comunidad europea. Sólo de
este modo Europa no morirá y salvará su raíz. Una vez más, le cabe a la Iglesia
el papel fundamental de salvar el legado de la humanidad.
Profesor de
historia de la cultura e historia de la Antigüedad; decano de la Facultad de
Ciencias Sociales de la Universidad Católica Argentina
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