quarta-feira, 6 de janeiro de 2016

Europa debe integrar a los inmigrantes

¿Europa, sacudida por el fenómeno migratorio, se "suicida" o es "asesinada"? A principios del siglo XX el historiador ruso afrancesado Mijail Rostovtzeff y el francés André Piganiol discutían sobre la caída de Roma. El primero acentuaba las causas internas y defendía "el suicidio de Roma", mientras que el segundo rescataba en cambio la presión externa de los bárbaros y concluía que "Roma había sido asesinada".
Los historiadores coinciden en que, a partir del siglo I, Roma soportó presiones de los pueblos externos que se acercaban temerosamente. Este movimiento fue primero esporádico, luego periódico, hasta convertirse en permanente y romper las fronteras. La penetración en el imperio fue primero pacífica, para convertirse luego en una invasión violenta. Las crónicas demuestran que estos pueblos no pretendían destruir a Roma, sino vivir a costa de ella. Este fenómeno se fue repitiendo a través de la historia, que bien podría ser analizada desde la perspectiva de las corrientes migratorias, que nunca fueron bien recibidas, sino consideradas bárbaras, como hoy se denomina a lo desconocido.
Como consecuencia de estas invasiones -hoy llamadas migraciones- podríamos afirmar que Roma no desapareció, sino que, gracias a la Iglesia, fue asumida y revitalizada por una nueva cultura: la Cristiandad, que los modernos llamaron, quizá con poca coherencia, Edad Media.
Si es cierto, como sostenía Cicerón, que la historia es "maestra de la vida" y la experiencia de los antepasados debe servirnos para aprender, estos datos ayudan a comprender el fenómeno migratorio que ha sacudido a Europa.
También ahora la presión de los pueblos africanos y asiáticos sobre Europa (la herencia político-cultural de Roma) comenzó siendo esporádica y fue creciendo motivada por la hambruna, las guerras y la descomposición política de las comunidades originarias. Marroquíes, argelinos, bengalíes, paquistaníes ingresaron pacíficamente en Europa después del proceso de descolonización. Les siguieron pueblos africanos, en tiempos de las sequías del Sahel y las guerras civiles y religiosas en la región. Y últimamente, una ola masiva procedente de Libia y de Siria sacudió al mundo y parece cada vez más incontenible.
Las elites europeas no encuentran cómo proceder ante este fenómeno que las supera y en el que se entremezclan cuestiones económicas, políticas, religiosas y aun raciales. Este fracaso de las elites dirigentes y la pérdida de confianza en ellas conduce a la tesis de Clausewitz sobre la derrota basada en la pérdida de la voluntad de defenderse o, como diría Toynbee, en la incapacidad de las elites de reaccionar frente al agravamiento del reto migratorio.
Sin embargo, la historia advierte sobre los riesgos de aceptar estas tesis pesimistas y propone respuestas diferentes. Aparecen dos caminos: la violencia propia de los temores ante aquello que nos supera y la aceptación de la incorporación pacífica de los inmigrantes (refugiados) al continente europeo. Los romanos experimentaron ambas opciones.
El intento militar de detener a los bárbaros fracasó en el año 405, cuando se "desparramaron cual ola de aceite" por los confines del imperio. En cuanto a su integración, el primer paso fue el foedus (tratado) firmado por el emperador Teodosio a finales del siglo IV, aceptándolos como hospes dentro de los limes del imperio, fijándoles las condiciones (hospedaje). El intento fracasó cuando sus sucesores no cumplieron lo estipulado y se reiniciaron las luchas armadas, con bárbaros que se habían incorporado a Roma como tropas auxiliares y habían aprendido las artes militares, conjugadas ahora con las propias.
El fracaso de la acción armada implicó que los bárbaros se asentaran desordenadamente, destruyendo las estructuras políticas vigentes. Pero como la sociedad busca superar el caos y generar un nuevo orden, el Imperio Romano desarticulado se fue reordenando a través de reinos transitorios en otro (o el mismo) imperio. En esto cumplieron un papel fundamental las elites intelectuales romanas, que trasmitieron el modelo; la estructura burocrática, que garantizó el funcionamiento del aparato estatal, y la Iglesia, que aportó la creencia que sirvió de basamento integrador. Fue fundamental el papel de la Iglesia, que integró a los nuevos pueblos y supo evangelizarlos, incorporándolos a la cultura romano-cristiana y salvando de este modo las raíces greco-romanas de nuestra cultura.
La historia demostró que Roma no murió, sino que se transformó en otra cosa, como señala magistralmente el inglés Reginald Barrow. Hoy la historia se repite; se avecinan tiempos caóticos y la presión migratoria amenaza acentuarse. Frente a estos hechos, no se trata discutir teorías enfrentadas con la realidad, como el fin de la historia de Fukuyama o las amenazantes guerras de civilizaciones -en el sentido de Toynbee- que predijo Huntington. De la historia debemos aprender la lección. Resulta imprescindible entonces comenzar a construir un futuro viable que implique integrar a los inmigrantes, no sólo económica o laboralmente, sino cultural y espiritualmente, a la comunidad europea. Sólo de este modo Europa no morirá y salvará su raíz. Una vez más, le cabe a la Iglesia el papel fundamental de salvar el legado de la humanidad.
Profesor de historia de la cultura e historia de la Antigüedad; decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Católica Argentina
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