Unas horas después de llegar al puerto siciliano de
Catania, sintiéndose por primera vez seguro en mucho tiempo, el menor somalí
—casi un niño— confía su historia: “Salí el pasado verano de Somalia. Mis
padres pagaron mucho dinero a una persona de Sudán para que, junto a otros
niños, me llevara a Noruega, donde viven mis tíos, pero al llegar a Libia me
encerraron en una casa grande porque querían más dinero. Allí pasé nueve meses
hasta que mis padres lograron pagar el rescate y nos embarcaron hacia Italia. Lo
pasé muy mal. Me pegaban y a veces me dejaban varios días sin comer. Me he
puesto enfermo y he visto morir a mucha gente”.
Solo hacen falta cinco días en Sicilia. Ni siquiera
una semana es necesaria para confirmar que Cáritas, o la Cruz Roja, o Amnistía
Internacional, o Save the Children, o tantas otras organizaciones humanitarias
tienen razón cuando, perdida la paciencia después de asistir a tantos
naufragios en el Mediterráneo, acusan a los países europeos —decir Europa se
convierte en subterfugio para eludir las propias responsabilidades— de haber
declarado la guerra a los inmigrantes. “Es indignante”, se enfurece Francesco
Rocca, presidente de Cruz Roja en Italia, “que se siga llamando emergencia a
una tragedia que se repite, como una hemorragia continua, desde hace más de 20
años. No se quiere ver que se trata de personas que están escapando de la
guerra y del hambre. Se sigue mirando para otro lado”.
Un lavarse las manos cuyas terribles consecuencias son
muy fáciles de comprobar: donde las autoridades no protegen a los más débiles,
las mafias los explotan. Basta asistir en el puerto de Catania a la llegada de
los supervivientes del último gran naufragio. O ir al día siguiente a la
localidad de Mineo para conocer las historias terribles de algunos de los miles
de extranjeros confinados en el mayor centro de internamiento de Europa. O
atender a las explicaciones que Francesco Lo Voi, el fiscal jefe de Palermo,
ofrece en su despacho sobre las redes mafiosas que trafican con personas. O,
por si aún quedara alguna duda, escuchar el calvario del niño somalí capturado
en Libia por los traficantes de personas. En cualquiera de esos escenarios se
llega a la conclusión —siempre que no se insista en mirar para otro lado— de
que una red cada vez más tupida de mafias ofrece a los migrantes, a precio de
oro y de muerte, aquello que los Estados europeos se siguen negando a
concederles: un corredor seguro para huir de la guerra o del hambre y un
derecho de asilo que, una vez en Europa, no los obligue a convertirse en
fantasmas o en clandestinos.
Un menor somalí llegado a Sicilia relata su travesía:
“Vi morir a muchos”
El primer escenario es tal vez el más grotesco. Sobre
el muelle de Catania sucede lo mismo que hace año y medio sobre el de
Lampedusa. Las autoridades —en este caso un ministro del Gobierno de Matteo
Renzi, Graziano Delrio, y el presidente de la región de Sicilia, Rosario
Crocetta, convenientemente inmortalizados por decenas de camarógrafos— esperan
a los supervivientes del naufragio que durante la madrugada del domingo costó
la vida a más de 800 personas. Tras darles la bienvenida oficial, son enviados
inmediatamente al centro de internamiento de Mineo, junto a más de 3.200
inmigrantes que esperan —a veces durante más de un año— a que Italia les
conceda el asilo o los devuelva a sus países. En Lampedusa fue aún peor. Se
concedió la ciudadanía de honor a los cientos de fallecidos al tiempo que se
incoaba expediente de expulsión al puñado de supervivientes. El siguiente paso
—el de su internamiento en un centro de acogida— no es menos chocante.
“Pasé nueve meses en Libia hasta que mis padres
pagaron el rescate”, afirma
Italia, que con razón alega sentirse sola ante el
fenómeno de la inmigración —más de 240.000 personas han logrado cruzar el canal
de Sicilia en los últimos 15 meses y 5.300 han perdido la vida en el intento—,
se venga de Europa por la vía de los hechos. Aunque, según el Tratado de
Dublín, el inmigrante o refugiado político tiene que tramitar la petición de
asilo en el país europeo al que llegue, y esta petición deba incluir la
digitalización de la huella en un periodo no demasiado superior a los tres
días, los datos reales son bien elocuentes: de las 170.000 personas que
llegaron a Italia el año pasado, unas 100.000 desaparecieron a los pocos meses
sin dejar rastro.
Una vez superado el peligroso trámite del
Mediterráneo, la gran mayoría de los migrantes, bien por sus propios medios o
confiándose de nuevo a las mafias, sigue su camino hacia el norte de Europa. De
hecho, durante la reciente operación dirigida por la fiscalía de Palermo contra
una mafia de tráfico de personas, algunos componentes de la red vivían en el
centro de acogida de Mineo, pared con pared con sus víctimas. “Se trata de una
organización”, explica el fiscal Francesco Lo Voi, “muy bien organizada. Los
jefes principales están en Libia, tienen contactos sólidos en Sicilia y puntos
de referencia en el resto de Italia y en otros países europeos. Se mueven como
si fueran agencias de viajes, esto es, poniendo a disposición de los
inmigrantes los billetes de autobús, o incluso autobuses enteros para viajar
por Europa. Tienen la capacidad de albergar a los inmigrantes en Libia mientras
sus familiares completan el pago”.
Un alto porcentaje de los migrantes que alcanzan
Italia no piden asilo
El fiscal Lo Voi, más acostumbrado a enfrentarse a la
vieja Cosa Nostra que a las nuevas redes internacionales, dice que, por el
momento, no ha hallado ningún vínculo entre “los esclavistas del siglo XXI”
—así los definió Renzi— y el terrorismo yihadista. Sobre si la mafia siciliana
se ha apuntado ya a un negocio que supone “entre 80.000 y 100.000 euros de
ganancia por cada barco”, su respuesta es enigmática: “Prefiero no responder a
esa pregunta todavía”.
Hay otra pregunta que tampoco tiene respuesta aún. El
menor somalí y tantos otros supervivientes del Mediterráneo han traído, junto a
sus terribles vivencias, un espejo donde la sociedad europea en general, y la
italiana muy en particular, no tienen más remedio que mirarse: ¿somos o no
racistas? En Italia, algunas formaciones —sobre todo la Liga Norte y ciertos
ramalazos del partido de Silvio Berlusconi— están intentando pescar votos en el
miedo al extranjero. Matteo Ianniti, de la Red Antiracista de Catania, asegura
que la gente es más sensata que sus políticos: “Los políticos hablan de ir a
Libia a bombardear los barcos mientras que la gente corriente dice que hay que
acogerlos. Si los dejamos ahogarse, nuestra conciencia se ahogará con ellos”.
El Pais
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