Un ecuatoriano decidió emigrar a Estados Unidos sin imaginar que su travesía se convertiría en un infierno. Estuvo preso casi un año, sin sentencia ni causa. Al salir, buscó justicia y consiguió que el Estado de Panamá, donde se violaron sus derechos fundamentales, fuese sentenciado. Es el primer caso que sucede en la historia de América Latina.
El día que Jesús Vélez Loor decidió buscar justicia no tenía nada más que perder. Lo habían encerrado en la cárcel durante casi un año y estaba enfermo, con apenas 45 kilos encima. Tenía heridas en el cuerpo y en el alma; no había ser en el mundo que consolara su dolor. Ni siquiera su esposa esperaba que iba a volver.
De hecho, ella se había marchado con otro hombre, y se llevó a su hija pequeña. Sus padres habían muerto y ni sus hermanos ni amigos eran consuelo. “Tenía vergüenza de que me vieran en el estado en el que estaba”, asegura Jesús Vélez Loor. Eran otros tiempos cuando él tenía un negocio de compra-venta de coches o de venta de ganado. Para finales de los años 90, Ecuador, su país, entraba en una crisis que en el año 2002 congeló gran cantidad de cuentas bancarias. Millares de personas se marcharon entonces del país. Este ecuatoriano, que ya había ido a Estados Unidos para hacer un capital, decidió volver a la tierra norteamericana en noviembre de ese año. Con lo justo, organizó su viaje en autobús, como la primera vez. Su plan era partir de Quito, atravesar Colombia, Panamá, Centro América, México y Estados Unidos. En total, tardaría unos 22 días de viaje.
“Yo tenía la visa norteamericana, pero me hicieron parar en Panamá. Me quitaron los 1.900 dólares que llevaba conmigo y dinero colombiano que llevaba encima. Además, me quitaron el pasaporte y me empezaron a hacer preguntas”, relata este ecuatoriano. A Jesús Vélez se lo llevaron preso. La Policía panameña, entre otras cosas, lo acusó de estar ligado a algún grupo irregular. El personal de seguridad del Estado lo llevó a la prisión La Palma, donde había 29 presos de diferentes nacionales, todos ellos migrantes. Al cabo de veinte días de estar encerrado, sin poder llamar a nadie ni saber de qué se le acusaba, junto a otros reos, se declaró en huelga de hambre. La medida le costó el traslado a otra cárcel. Luego supo que lo habían sentenciado a dos años de prisión, aunque nunca le dijeron exactamente por qué motivo.
Durante los meses que estuvo recluido sufrió torturas y llegó a dormir sentado en una toalla que colgaba del techo, en forma de “U”, por el hacinamiento. Fue en ese interín cuando un día consiguió llamar por teléfono a su consulado y pedir auxilio. La ayuda llegó semanas después, pero no se concretó. Después de tanto reclamar, aún no sabe cómo el 10 de septiembre de 2003, le dijeron que estaba libre.
A Jesús lo deportaron a Quito e incluso al llegar a su país estuvo 24 horas preso. Solo, sin un lugar donde volver, vivió en las calles. Fue a la Defensoría del Pueblo, a la Embajada de Panamá en Quito, al Congreso pero nadie escuchó su pedido. Un día, un francés le sugirió presentar su demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Sin darse cuenta, sentó un precedente en América Latina, porque en 2009 la Comisión demandó a Panamá ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En diciembre de 2010 el fallo salió a su favor y determinó que el Estado panameño fue responsable de la privación de libertad, violaciones del derecho a las garantías judiciales, principio de legalidad y derecho a la integridad personal. Jesús ahora vive en Santa Cruz (Bolivia), tiene una nueva pareja y una hija que son su vida, todavía tiene traumas por lo que vivió, pero su siguiente meta es filmar una película con su historia.
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