Somos un país construido por inmigrantes y por nuestra identidad les debemos a todos ellos infinito respeto. No son menos inmigrantes quienes llegan desde los países limítrofes que aquellos que bajaron de los barcos desde Europa.
El sábado 18 de diciembre amaneció frío y nublado. Sobre el río, en las cercanías del Viejo Hotel de los Inmigrantes, un buque de carga luchaba contra las inclemencias del viento ayudado por el Vencedor, un remolcador que acompañaba a la desmesurada nave en su intento por tomar amarras en la dársena norte del puerto de Buenos Aires.
El mismo puerto que hace tantos años recibía a nutridos contingentes de inmigrantes con la esperanza de encontrar en estas tierras un lugar para sus ilusiones. Miles y miles de personas que huían del hambre, la pobreza o las guerras y buscaban, acaso sin saberlo, un lugar desde el cual poder restituir su identidad amenazada.
Extraños son los motivos que me llevaron frente al Hotel de los Inmigrantes, los acontecimientos recientes, inmigración, identidad e ilusión en distintos espacios de la ciudad, tierras tomadas, luchas, agravios y desmanes, deben haber obrado silenciosamente en mi interior y en la mañana de ese sábado me encontré frente al Museo de la Inmigración.
Allí llegó mi abuela proveniente de Odessa en 1904, y allí arribaron, una y otra vez, los inmigrantes, constructores anónimos de la identidad de los argentinos, una identidad que abrió sus ojos a Europa y los cerró, injustamente, hacia los pueblos originarios.
El artículo 25 de la Constitución Argentina dice: “El Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes.” Este artículo, que tuvo su razón de ser desde 1853, cobró importancia trascendente a principios del siglo XX, cuando se esperaba el aporte de los europeos para el desarrollo de una Nación ávida de crecimiento.
Hoy parece haber perdido vigencia, y lo que es aún peor, el valor específico que le otorga a la “europeidad” excluye los valores que otras personas no europeas podrían brindar al desarrollo del país, siendo la Argentina por historia y por derecho un país de puertas abiertas sin restricciones.
El viento arrachado y caprichoso continuaba soplando fuerte mientras continuaba mi camino y me aproximaba hacia las cercanías del hotel donde debía funcionar el museo. Ya en la entrada de la Dirección Nacional de Migraciones –una serie de edificios por delante del museo– un insólito cartel anunciaba mi inminente fracaso, “el Museo de la Inmigración permanecerá cerrado hasta nuevo aviso”. Esbocé una sonrisa triste. Obstinado me acerqué hacia un joven que trabajaba en la Dirección Nacional de Migraciones con la esperanza de mirar el museo desde afuera.
El joven solidariamente accedió a mi pedido, no sin antes aclararme que hoy era un día muy especial, hizo el comentario con júbilo, y continuó, “estamos radicando a los del Parque Indoamericano”, me dijo con orgullo, como quien afirma con énfasis un acto de justicia. Y lo era.
Durante estas semanas observé absorto lo peor de ciertos sectores de la sociedad argentina, la discriminación, el odio irracional, la necesidad de construir un enemigo, la vileza frente a la debilidad de otras personas.
Somos un país construido por inmigrantes y por nuestra identidad les debemos a todos ellos infinito respeto. No son menos inmigrantes quienes llegan desde los países limítrofes que aquellos que bajaron de los barcos desde Europa.
Y pensé en la extraña paradoja que representa ese museo cerrado como una forma de negar la memoria de la inmigración y en su opuesto, la acción inclusiva de reconocer el derecho de aquellos otros inmigrantes más ligados a los pueblos originarios en el imaginario colectivo, y quizás por eso, repudiados y rechazados. La identidad se construye en la integración y nadie puede decidir quiénes tienen o no derecho a soñar con una vida más justa y más digna.
El viento empezaba a calmar. Me fui bordeando el río, a pocos metros la Fragata Libertad mostraba orgullosa su magnífica arboladura. Más alejado, el buque de carga había atracado y comenzaba sobre su extensa proa la lenta descarga de sus contenedores, ya no lo hacían los viejos estibadores del puerto, aquellos hombres rudos quienes acarreaban la mercadería con sus propias manos, sino los firmes enganches de una sofisticada grúa, y no eran inmigrantes europeos quienes descendían de aquel barco.
La Argentina no era la misma y el mundo tampoco. Ahora los inmigrantes ingresan por todas las fronteras del país, no bajan de los barcos arrastrando grandes baúles de cartón, no escapan de guerras visibles sino de otros dramas igualmente aberrantes, y ni siquiera sueñan con volver a su tierra en poco tiempo, no los recibe un Hotel para los Inmigrantes sino una ciudad feroz y difícil, y personas muy parecidas a ellos mismos los estafan y los burlan una y otra vez.
Otros, apelando a linajes o jactándose de portar supuestos apellidos ilustres, los maltratan y discriminan, los ignoran, y hacen de la indiferencia el modo habitual de relación social para con ellos.
Indefensos, tristes y silenciosos, tratan de ganarse un lugar y muchas veces pagan con su propia dignidad desprecios intolerables. Pero sus necesidades parecen ser las mismas que las de aquellos viejos inmigrantes. Pan y trabajo, una vivienda, salud y educación.
La verdadera deuda de la Argentina, esa que muchos gobiernos se obstinan en negar, la que no puede esperar más para saldarse, es justamente esa. Para los que somos nativos y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino
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