Eso de que vivamos en la sociedad de la imagen y de la
información es arma de doble filo que, si es cierto que nos da oportunidad de
conocimiento y reflexión, nos arrastra también a relativizar los
acontecimientos y sobre todo a superponerlos de manera que a veces resultan
efímeros e inconsistentes. La primera página de hoy hace olvidar a la de ayer,
y lo que un día tanto nos impactó deja de ser noticia poco después.
La imagen del niño Alan Kurdi que el pasado septiembre
apareció ahogado en la orilla de una playa de Turquía estremeció al mundo
occidental, ya entonces casi amodorrado tras meses de tener noticia diaria del
éxodo de sirios, afganos, iraquíes y kurdos en busca del refugio europeo, un
éxodo primero en goteo y luego en avalancha. Después vinieron en serie las
imágenes impactantes de esas masas de refugiados sometidos a la represión
policial, hacinados en barracones, aferrados a las alambradas y a las barreras
del rechazo.
La dureza de las imágenes y la creciente sensibilización
de la sociedad europea obligó a sus mandatarios a la reflexión sobre las
medidas a adoptar ante un movimiento migratorio que no se conocía desde la
Segunda Guerra Mundial. “Si fueran ustedes, con sus hijos en brazos, los que
vieran cómo el mundo se deshace, no habría muro que no fueran a subir, no
habría mar que no fueran a atravesar o frontera que cruzar para huir de la
guerra o del Estado Islámico. Debemos acoger a los refugiados en la UE”. No, no
es el discurso del Papa, o del patriarca ortodoxo, o de un obispo presbiteriano,
o del portavoz de la Cruz Roja. Fue el mismísimo presidente de la Comisión
Europea, Jean-Claude Juncker, quien pronunció estas palabras en el pleno del
estado de la Unión.
Han pasado cinco meses y la UE no solo no los ha acogido,
sino que sigue buscando un millón de excusas para no hacer frente a una
situación de la que es cómplice y culpable. La propia Comisión Europea acaba de
reconocer que de los 160.000 refugiados y refugiadas que se había propuesto
acoger y reubicar en los Estados miembros, tan solamente había encontrado asilo
para 272. Según estima ACNUR, únicamente hasta septiembre de 2015 habían
cruzado el Mediterráneo 381.442 personas y al menos 2.850 murieron en el
intento. Los supervivientes ahí están, intentando llegar a las costas de Grecia,
o amontonados como escombros en Calais, o apretados contra las alambradas, o
esquivando los porrazos policiales. Mientras los cientos de miles de exiliados
perdidos en el helador invierno centroeuropeo siguen a la espera de que se les
permitan los mínimos de existencia digna en una Europa para ellos próspera y en
paz, la atención de la ciudadanía ya ha pasado página y está pendiente de la
caída de las bolsas, la crisis del petróleo y la Champions League. La opinión
publicada dirige el interés de la sociedad, en nuestro caso, hacia el incierto
desenlace de la política española cuyos protagonistas llenan páginas,
programas, debates y declaraciones.
Mientras estos nuevos y cambiantes centros de atención
nos entretienen, allá siguen los cientos de miles de expatriados, hombres,
mujeres y niños, ateridos de frío en el cuerpo y en el alma, quizá
desconocedores de que ya no están en nuestra prioritaria preocupación, quizá
ignorantes de que ya se nos ha pasado la impresión que nos causaban cuando eran
protagonistas preferentes de los medios.
Esto no puede ser. No podemos aflojar ni bajar la guardia
ante este inmenso drama, amortiguado por el día a día mediático. ¿Cuántos son?
¿Millones? ¿Cientos de miles? Tenemos que mantener la tensión e intentar
ponernos en su pellejo, uno a uno, y estremecernos con ellos porque sus padres,
sus hijos, sus hermanos y sus amigos están muriéndose/matándose en la guerra.
En una guerra enloquecida y sin sentido, como todas las guerras. Y ellos, un
millón, o dos, o medio, ya da igual, se van muriendo de hambre, de asco y de
desesperanza en su vagar alucinado hacia ninguna parte.
Cientos de miles de sirios, o kurdos, o chiíes, o suníes,
o gentes que pasaban por allí y se vieron sumidas en el censo de almas en pena
con el hatillo de sus cuatro trapos a la espalda, tendidas las manos de pedir
hacia la leche en polvo, comidos de pupas y de moscas en campamentos
destartalados y heladores. Mal rollo para los fotógrafos, porque la muerte de
los pobres, cuando es de verdad, no vende.
Mirando un poco más allá, o más adentro, de esa riada
humana que agoniza, sepamos que con cada uno de ellos mueren sus recuerdos, su
memoria, sus proyectos, sus juegos, sus canciones, sus cariños, sus penas, las
huellas que la vida les fue dejando. A cada uno, y uno por uno, porque las
masas solo existen en las estadísticas. Y la vida se les está yendo a cada uno
de ellos. Demasiado pringue para las manos blancas, que no ofenden. Total, solo
son un millón de refugiados, apátridas… O medio, o dos, ya da igual.
Pablo Muñoz
Deia
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